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sábado, 28 de mayo de 2011

Maurice Pons





Las estaciones quizás sea uno de los libros que más he releído. Lo mandé traer de España, ya que acá era imposible de encontrar (como tanto otros).
¿Qué decir de una historia que, al cerrar sus páginas, continúa persiguiéndote? Escatológica, amoral, lasciva, contundente y depresiva: cinco palabras para resumir una maravilla. El tema principal: la derrota de la utopía, desintegrada frente a la voluntad de no trascender. 
Simeón -el protagonista-, es un sujeto solitario y defectuoso que, escapando de la guerra, llega a un pueblo devastado por el frio eterno con el solo afán de escribir; donde, entre otras cosas, llueve y nieva todo el año. Desde el comienzo, la historia nos sitúa en un lugar extraterreno donde solo lo bizarro y lo nefasto tienen lugar.
Mediante una prosa angustiante y caótica, el autor deja caer sobre Simeón un rosario de males que se suscitan de forma impiadosa: habitantes infames, mediocres, inválidos, discapacitados mentales y esquizofrénicos se suceden como en un carrousel enfermizo, poniendo a prueba moral y espiritualmente su existencia: un cirujano que mutila miembros ante el menor dolor; una mujer que se coloca ranas en su vagina para impedir la concepción; un hombre que tiene una relación enferma con su vaca y hasta una anciana que ha vivido los últimos años de su vida con sus pies bajo el agua helada.
Visto primero como una especie de salvador, Simeón pasa a ser el peor de todos, luego de sus infructuosos intentos de mejorar  a esta gente; debe convertirse en ellos, y ese será su peor error.
Dejemos que hable el libro: "Clara, con un gesto impetuoso, se apoderó de la rana. La conservó un instante en el hueco de su mano y la examinó con cuidado, como para verificar que había perdido sus branquias  y que había adquirido patas y pulmones. Le quedaba todavía un resto de cola, pero en fin era viable. Clara sentía entre sus dedos latir el asombroso corazón de la pequeña batracia. Bruscamente, entonces, delante de Simeón estupefacto, apartando las piernas y levantando con una mano la parte delantera de su traje, con la otra se metió la ranita en el sexo, tan profundamente, al parecer, como para que no tuviese que preocuparse más por ella, pero con una naturalidad y una soltura que permitían suponer que no había hecho otra cosa en toda su vida".
La novela está tan bien sistematizada bajo la crudeza implacable de las lluvias y las nieves y los fríos, que la penetración mental en los sujetos -y en el lector mismo-, es eficazmente depresiva hasta el hartazgo.
Relato escabroso, cruel e insensible si los hay. Un deleite para el paladar que gusta de la crudeza material y metafísica.

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