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domingo, 12 de febrero de 2012

Thomas Bernhard



Su extensa obra es ácida, negra, nihilista y pesimista al extremo. Su prosa abunda en un estilo que es su sello y ha marcado un hito en la literatura: la falta de puntuación y la repetición. Es decir, una sola idea suya puede extenderse, sin una sola coma, durante varias páginas, reiterando al infinito palabras o párrafos enteros, logrando una sumisión total al estilo. Las frases reiterativas y el nivel de detalle al extremo son puntales en sus obras y hacen que la lectura sea intensa, por momentos casi imposible de seguir. Sus temas preferidos son la amoralidad, el absurdo, la soledad, la violencia y la locura.

Leí sus Relatos Autobiográficos, compuesto por cinco libros (El Origen, El Sótano, El Aliento, El Frío y Un Niño), y debo decir que hacerlo fue una experiencia más allá de lo conocido. Bernhard sacude -por sobre la temática, que pasa a ser secundaria-, con una prosa fecunda en alteraciones y acumulaciónes que impiden la interrupción de la lectura. Nunca leí algo parecido. Uno quiere entenderlo, y en ese entendimiento radica el por qué no se lo puede abandonar: se penetra tanto en sus razones que uno termina comprendiendo y viviendo sus fantasmas. Y esto es posible gracias a una razon -pienso yo-, muy simple: Bernhard escribe como piensa, como literalmente todos pensamos; sin puntos, sin comas, sin signos. Su prosa es candente, desprolija, letal como el pensamiento vivo.
Por eso, al leerlo, habrá un dejo de familiaridad en sus palabras; Bernhard pone en evidencia, en cada relato, algo que le pertenece por antonomasia a toda la humanidad. Y por eso es tan necesario y difícil olvidarlo.
Y si bien su característica prosa es inconfundible, elijo tan solo una frase breve, que reclama ser Bernhardiana más por su filosofía que por su extensión: "Solo porque me opongo a mi mismo y, realmente, estoy siempre en contra de mi, soy capaz de ser".
Qué belleza...
Su obra se ve saturada de temas que considera indispensables: la religión católica, el nacional-socialismo, la soledad, el destino y el casi nulo dominio que el hombre tiene sobre sus circunstancias.
De todas formas (y si se me permite resumir en un solo postulado su pensamiento), Bernhard sostiene que la salvación del hombre solo puede lograrse gracias a su educación intelectual, sabiendo que el riesgo es apartarse de la sociedad y de la sanidad mental a la que tal empresa conlleva.



Amras es el poético nombre de la torre donde viven dos hermanos, en la antigua Austria. En realidad, será la prisión socialmente obligada luego de planear, junto a sus padres, un suicidio colectivo en el cual ellos no lograron su cometido. Las páginas no tratarán de convencernos de los motivos que impulsaron al clan familiar a semejante empresa (la ruina económica, la epilepsia, la locura) ni de la oscura vida que tienen ahora juntos estos dos hermanos en un mundo que los condena y margina por el hecho; no. Querrá simplemente hacernos asistir a una clase magistral de demencia, donde los diálogos, gestos, reflexiones y relaciones con las pocas personas que se les acercan, nos impulsan a un mundo incoherentemente atroz.
Con el glacial clima que impera geográficamente -que potencia la soledad y la locura-, Bernhard contagia de piedad al lector, que logra comprender el avance de la enfermedad mental entre ambos hermanos, mientras hace estragos en sus cuerpos y sus almas.


Otra maravilla de Bernhard. El sobrino de Wittgenstein es una parábola de la amistad, el crudo ejemplo del vínculo entre dos personas. Dos amigos se encuentran en una circunstancia apremiante: uno enfermo del pulmón y otro en una sala de cuidados mentales; ambos muy enfermos; ambos en dos pabellones diferentes dentro del mismo hospital, separados por unos cientos de metros, donde los médicos luchan a diario porque el contacto no se produzca.
Pero lo alarmante, más allá de las desafortunadas enfermedades, es el intento frustrado por verse, que ellos intentan desatinadamente y que aplazan a la vez porque no saben cómo reaccionar frente a la inminente muerte del otro (la negación por sobre la realidad).
Los dos tienen patologías diferentes, aunque la senilidad (rasgo casi repetitivo en las narraciones del autor), se hace presente en ambos. Bajo formas sutiles, la demencia aparece tan a menudo, que el lector supone que puede estar tan o más afectado que los protagonistas. Es decir, Bernhard logra emparentarnos tan bien con el amor y, a la vez, el abandono que se profesan invariablemente, que no podemos menos que reflexionar sobre lo que somos con nosotros y los que decimos amar.



    




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