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sábado, 21 de mayo de 2011

Herman Melville





Me detendré especialmente en uno de los cuentos de Melville: Bartleby, el escribiente.
Sin adelantar por supuesto una trama, es dable revelar que en la historia habita una absoluta, implacable negación. La narración está a cargo del jefe de un empleado que, luego éste de haber demostrado excelentes dotes para su tarea, deja un día de hacerla y se niega -sin violencia, con terca y noble pasividad-, a continuarla. Lejos de parecer una trama simple, el cuento aprisiona las palabras y la psicología de ambos personajes se entreteje, haciendo que -voluntariamente-, el lector tome indistinto partido por uno o por otro. Pero finalmente -cuando uno se abandona a aceptar el venturoso descenlace-, se arroja una explicación tan cruenta y angustiosa como inesperada.
Uno puede haber imaginado todo -o casi todo-, pero el nudo en la garganta que provoca el párrafo final -literalmente-, es estremecedor. Este cuento no traiciona al lector, como tampoco deja la ilusión de buenos contra malos; más que eso, expone la tesis -metafísica, por cierto-, de que el alma humana tiene un límite de dolor donde se remansa.
Compré y leí Bartleby, el escribiente en 2011. Son 86 páginas -en la excelente edición de editorial Siruela-, que no pude dejar de leer hasta el final, de una sola vez. Este cuento es considerado -por la crítica especializada-, como un claro precursor del existencialismo y de la literatura del absurdo.
No recuerdo, por más que me esfuerce, haber leído otro relato que me conmoviese tanto, al nivel de perseguirme -mental y espiritualmente-, durante tanto tiempo.




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