Son 4 capítulos; más de 550 páginas; abunda el soliloquio, la reflexión; los diálogos no exceden una veintena de páginas.
Visto desde la perspectiva de un amante del best seller, del relato simple o de la lectura fragmentaria, decididamente estas líneas desalentarán cualquier atisbo de su lectura. Y es así. Es que “La muerte de Virgilio” es una obra total. Total porque es abarcativa, subyugante. Porque no concede aliento. Porque abusa de frases interminables. Porque es original en su temática y monumental en su complejidad.

Desde sus poéticos Agua-El arribo, Fuego-El descenso, Tierra-La espera y Éter-El regreso, el autor nos sume en un paralelismo que no es otro que el proceso mortal de vivir-hacia, donde cada paso acerca al ser a su fusión con el origen, y donde la evolución no es otra cosa que nuestra reacción ante el contacto con los elementos.
“La muerte de Virgilio” es una pesada carga que llevamos con solidaridad hasta el final de sus páginas, momento en que nos damos cuenta que esa carga ya es nuestra y que debemos desacelerar y repreguntarnos los postulados que damos por sentado, como pilares de nuestra vida. Es imposible no respirar y jadear junto al poeta, cuando el sueño se rebela en su contra, cuando los astros atrasan su marcha y el universo parece dislocarse, y no pensar en el momento en que nuestra propia muerte llegue, y la consciencia -o lo que de ella quede-, batalle a nuestro favor contra lo no resuelto, lo no asumido, lo no arriesgado.
La trama ya está adelantada, incluso en el título que da vida a la obra. El autor no asumió un riesgo al hacerlo. Sabía que era lo que menos importaba.
Leer por vez primera “La muerte de Virgilio” es una suerte. Releerla, revela análogas circunstancias.
Agregaría que es música y poesía en estado virginal.
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